A los 17 años salí de mi ciudad natal. Pertenezco a una generación de provincianos que, al salir del colegio, podía migrar para estudiar una profesión. Mis opciones eran las siguientes: primero Santiago, después Concepción, y la tercera, quedarme en Los Ángeles, la zona de mi familia paterna, donde nací. Fue fácil decidir que mis fichas irían sobre la moderna promesa que Santiago significó, imaginaba la capital como un tablero de juego que saciaría mi curiosidad, y su lejanía respecto al Sur permitiría que mi anhelo de crítica de cine recorriera espacios más satisfactorios. El panorama de mi infancia regional, en la segunda década de la dictadura militar, y marcada por una cultura que se alimentaba del ideario del huaso terrateniente, fue de una continuidad plana casi sin sobresaltos.
Armar esta historia personal implica, por un lado, pensar la negatividad del pasado, la sensación de estar comprimida y apretujada en reglas que no habían sido hechas para mí, y, por el otro, pensar también en los accesos, aquellos canales afectivos que cedieron y ceden para que lo imaginario se convierta en lugares por venir. Así que partiré por nombrar algunas repeticiones, lo cual me lleva a mi familia, a mi papá, mi abuelo. Ambos se mudaron a otra ciudad cuando salieron del colegio. El primero estuvo durante un año en Santiago y después se fue a Concepción a terminar sus estudios, mientras que el segundo egresó en la década del 30 de la Universidad de Chile. Creo que los dos conocieron el inoportuno desvío, ese placentero encuentro que disuelve la identidad que parecía prescrita. Si bien esto les ocurrió siendo jóvenes y estudiantes, ambos recularon a la zona agrícola donde sus abuelos habían vivido, para ejercer el oficio aprendido.
Por otro lado, ni mi mamá ni mis abuelas salieron de sus ciudades natales al momento de elegir una carrera; la primera, con el título de pedagogía en mano, emigró de Concepción a Los Ángeles, recién casada, e inició su etapa de profesora y madre, al igual que mis tías y abuela paterna: madres y maestras de escuela. La enseñanza regía en la cultura familiar. Una tía, por ejemplo, me contó que entró a la escuela normalista como continuación natural de lo que su mamá le había enseñado. Supo que sería profesora sin pensarlo dos veces.
En ese círculo femenino, la ternura y la disciplina conformaron el sistema de mi infancia, pero también otros sentires interrumpieron la eficiente consecución de la rutina doméstica. La sumisión flotaba en los silencios que permitía la radio portátil que informaba del mundo exterior, también los suspiros de tedio mientras las ollas hervían en la cocina, y las sábanas se tendían con brazos fuertes en los dormitorios de ventanas abiertas hacia el jardín. Yo fui testigo de estas imágenes matutinas mientras hurgueteaba en el costurero de mi abuela, lleno de pequeñas herramientas, hilos, agujas y dedales, cosas que mi abuela usaba en sus tiempos libres.
Las profesoras de mi familia vivieron un tiempo así, de la escuela al hogar, mientras que los hombres participaban en otra esfera, cercana pero distinta, en ella estaba la oficina con escritorios, estantes, libros y carpetas; el tocadiscos, las máquinas de escribir que después se cambiaron por computadores; y las ventanas miraban a la calle, a la plaza del barrio. Ahí el silencio de las mentes ocupadas se convertía en conversaciones entre colegas, clientes y compadres, lo cual evidenciaba la red masculina que generaba más trámites, más trabajo y más reconocimiento social. Yo escuchaba esas vibraciones desde la sala, cercana a la oficina que mi papá y mi abuelo compartían en la parte delantera de la casa, una de esas con fachada continua. Atrás, en cambio, el silencio era interrumpido por las voces de niñes que llegaban a jugar o a pedir comida.
En el colegio sentí el cariño de mis profesoras, lo que hacían parecía una actividad enriquecedora, pero a medida que fui pasando de curso, los profesores hombres empezaron a poblar mis clases, y tanto ellos como las mujeres, me empezaron a sonar como reproductores de contenidos. No sé si fue por la falta de creatividad de la institución, o porque yo era indiferente a ella. Da igual. Nada impidió que mi interés por lo escolar fuera disminuyendo cada día más, ni que se inclinara hacia la lejanía enriquecida por las formas abstractas de revistas, programas de televisión y de radio, películas y juegos.
Hace poco leí una frase que me hace sentido, decía que, a través del lenguaje de la negación es posible, tal vez, inventar modos más satisfactorios para vivir. Pensar en negar realidades prefabricadas para encontrar otras más inspiradoras, me lleva a dar otro salto atrás, y recordar las primeras horas que pasé frente a la pantalla para chatear en los canales de IRC, el primer servicio de mensajería online que conocí. En general, fue una actividad que hice de noche, sola y a escondidas. Al comunicarme por escrito con gente desconocida comencé a notar que del anonimato surgía una fuerza misteriosa y provocativa. Si bien había administradores en los chats, yo sentía que ahí mi subjetividad era moldeable y difusa, y que podía hablar de películas, discos, descargas ilegales y existencialismo emo con gente que me entendía.
El primer año del siglo XXI llegué a Santiago. Entré a estudiar periodismo en una universidad privada. Me mantuve alineada a la promesa de la ciudad tablero, pero el escenario académico me fue indiferente de nuevo. Al tercer año, entré al curso de análisis cinematográfico de la malla curricular de publicidad, y luego me convertí en la profesora ayudante. Ese trabajo me sirvió para compensar el desinterés que demostraba en la escuela de periodismo, y también para equilibrar mi autoestima. Recuerdo que por esos años conocí el blog PostSecret, que visitaba casi a diario. Se publicaban ahí postales anónimas con un mensaje sobre aquello que las personas jamás se habían atrevido a decir a nadie. No importaba el género ni el nombre. Las técnicas eran mixtas: collage, fotografías, tipografías, recortes de revistas o diarios, escritura a mano, etc. Los cuadros contaban distintos tipos de cosas, algunos tenían humor, otros, ternura, sin embargo, era la tristeza de algunos sentimientos lo que me hacía volver al sitio web. El ocultamiento de la identidad no disminuía la impresión que las imágenes transmitían, al contrario, agudizaba el encuentro con emociones como el dolor, el miedo y la depresión, provocadas por humillaciones, relaciones autodestructivas o abusivas. Pero no había manera de saber si eran historias reales o inventadas, el blog carecía de una perspectiva de género, por lo que la credibilidad de las postales era, en el fondo, precaria.
A propósito de lugares fantasmas, hace poco vi In the mood for love (Wong Kar-wai, 2000). En la escena final, el protagonista susurra un secreto en el agujero de un templo en ruinas, como ritual de una memoria en crisis. El paisaje es indeterminado, parece real y ficticio a la vez; su devastación y relieves ásperos parecen óptimos para el lugar que acoge afectos tristes y anónimos, y parece estar más allá de la realidad histórica, como si sólo fuera un lugar simbólico. Creo que durante mucho tiempo viví en un lugar parecido.
Al salir de la universidad pasé más de una década alternando trabajos con y sin salario, al principio me mantuve escribiendo de música o cine en los ratos libres, mientras, en horario laboral hacía cosas sin sentido, como entrevistas de comunicación corporativa. Luego me fui a hacer clases de análisis cinematográfico y periodismo en universidades privadas, ahí paré de escribir creativamente por largos años. Luego, vino el 18 de octubre de 2019, cuyo estallido coincidió con mi renuncia a esos trabajos. La llegada de la pandemia marcó el año en que aproveché el tiempo útil casi completamente en escribir. Desde entonces dejé de sentirme como un cuerpo anónimo en la calle y frente a la pantalla, y si bien pude sacar partido de ello, hoy asumo que mi manera de vivir, y la del resto, irá cambiando y que no hay que esconderse o temer por eso.
Escribir estos trazos del itinerario individual es como dibujar las paredes del cuarto donde escribo. Desde aquí puedo ver -a través de conversaciones, películas, ensayos, etcétera-, un horizonte poblado de constelaciones que me muestran sentimientos y cuerpos que se despliegan en dirección a un lenguaje en transición. Sin embargo, la identidad nómade, desfasada, y en continua autorreflexión no deja de ser conflictiva, es como vivir fabricándonos para encontrar un sitio que acepte nuestras voces internas, e inversamente, que niegue las ficciones del sistema capitalista falocéntrico. Dar espacio a esta locura, encontrar lugares para que el exceso poético consiga reposo, son búsquedas de lo individual pero también son aliadas de las últimas luchas sociales y feministas en Chile. Si tuviera que salvar una sola idea de esta revolución, creo que tomaría la aceptación de lo transitorio, con ella imagino que ya no necesitaremos el anonimato para compartir nuestro sentir.
* Camila Rioseco H.
Soy periodista, crítica de cine y tallerista. Magíster en Estudios de cine de la Universidad Católica de Chile. Escribo habitualmente en El Agente Cine, y uno de mis textos está publicado en el primer dossier de La Rabia Cine, un espacio latinofeminista de crítica de cine.
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