Rezan las voces populares -y el volumen es tan ensordecedor como doloroso- para referirse a esos hitos que parecen tan lejanos como utópicos. Inalcanzable no es la meta de no vivir(se) como una de las tantas versiones de Teresa, aquella Teresa que hacía las veces de protagonista de una novela y alma atormentada. Me refiero, claro está, a la apaleada protagonista de La insoportable levedad del ser, obra cumbre del filósofo checo Milan Kundera. Hay en la figura de Teresa un llamamiento a la Juana I de Castilla, anunciada al mundo -y peyorativamente- como la Loca, pues hay un marcado interés por desvirtuar su sufrimiento en aras de la consideración enfermiza de los celos. Referirse a Teresa es sinónimo de teclear con dedos nerviosos, unos que rebuscan entre las vísceras del ser que se agita incómodo, con las también poco confortables acometidas de ese mar que es la realidad. No vivir(se) como una de las tantas versiones terrenales de Teresa.
Hemos asistido a indecibles e innumerables sufrimientos reales o ficticios, de eso no nos cabe duda, pero el narrado en La insoportable levedad del ser es tan sobrecogedor como inquietante. Estamos acostumbrados a identificar la violencia de género cuando cumple con el agravante de la dimensión física, pero nos resistimos a leer entre líneas. El tipo de maltrato que sufre Teresa es uno de los que menos se tienen en cuenta, de los que más se ponen en duda. Análogamente, es de esos que se cuestionan aludiendo a la conducta de la víctima, que se identifica como celosa o controladora. Pero nada de eso hay en las venas de Teresa, en unos vasos sanguíneos que en vez de sangre transportan el agua que escapa de ella en forma de lagrimones. Detenerse a analizar sus sueños, lo que acontece mientras duerme, es clarificador.
Leer sobre Teresa es ser Teresa. Y ser es sufrir. A lo largo de las páginas de la novela de Kundera, asistimos a la sobrecogedora historia de una mujer despojada de toda dignidad. Hay un deje maligno -o tal vez incalificable- tras la boca que dicta la realidad de los celos y el dolor; la que habla de la tragedia que sufre -negándola sin rodeos- la enamorada. Con una frecuencia tremenda -que no tremendista- lo femenino se somete a las vicisitudes del amor, el enamoramiento y hasta el gustar. Hay un auténtico código sobre los usos en cada caso, que abarca desde lo más genérico hasta lo íntimo. La mujer es quien, en cuerpo y alma, se entrega al devenir de una existencia que pertenece a otro u otros. Se decide sobre su cuerpo y aspecto, pero también acerca de los deseos y secretos, objetivos y metas. Lo femenino protege a lo masculino de las embestidas de las realidades y sus dimensiones, pero también de espectros que sólo el hombre ve. Fantasmas que existen en aras de asegurar su comodidad y disfrute. Los protegemos, sí, y también perpetuamos sus tropiezos, sin atrevernos a evitar los nuestros. Tenemos que -y este tener que marca con claridad el sentido de una obligación cuasi ineludible- someter a crítica todas nuestras emociones y sentimientos, pero no somos nosotras las juezas, no. El curso de las elucubraciones es atacado también por fuerzas externas. Se nos dice lo que podemos, no podemos, debemos y no debemos sentir. Hablar puede corresponder con una acalorada negación de lo que quiera que hayamos dicho.
Los logros de lo femenino siempre se exploran con una lupa enorme, tan grande que podría quemar el césped de un estadio de fútbol, si se permitiera que los rayos de sol la atravesaran. Se exploran con detenimiento para restarles valor. Lo mismo ocurre con lo laboral, la familia, las inclinaciones o las metas a alcanzar. La mujer se abandona a sí misma para luchar por el mundo -limitado- que le ofrecen buena parte de sus relaciones. Tanto da si tiene que marchar lejos de su entorno, no continuar en su empleo u olvidarse de sus metas académicas porque el amor es sacrificio.
Pienso no pocas veces que nos quieren como a esa Teresa que se sometía a un Tomás sin la necesidad de que éste lo solicitara explícitamente o acudiera a la violencia física. La consideración de lo que el amor es, establece límites y obligaciones que se cumplen con una rectitud inusitada. Pero la violencia es violencia, tome la forme que tome. Somos una Teresa que debe cuidarse de hablar en demasía. Somos una Teresa que debe tomar tratamiento hormonal -con unos tremendos efectos secundarios que deterioran la salud física y mental- para evitar un embarazo. Y si se diera el caso, somos la Teresa que debe someterse a la puñalada que vacía el útero. La Teresa que no puede dolerse ni expresarse. La Teresa que cuida a un Tomás seco y cortante, que hace lo que -y cuando- le viene en gana.
Parece que sea una suerte de maldición ancestral esa de enamorarse y entregarse sin dudar. Comienza entonces un proceso de caída al abismo: hay que asumir sacrificios. La maldición se asemeja al sistema de ordenamiento social de los hindúes -de, sin dilaciones, discriminación y sometimiento- y sitúa a la mujer a la misma altura que aquellos que ni siquiera forman parte del entramado social. Nos conciben como fuera de la casta, sin posibilidad real de negarnos al sino impuesto y perseguir el deseado. Antes de continuar, acallo las voces críticas, con un el mundo desarrollado perpetua estas cárceles con sensación de falsa libertad. Somos la mujer que, sin casta, vacía los agujeros que hacen las veces de inodoro con sus manos cansadas y desnudas. Somos la niña sin casta que aprende el oficio de rebuscar en un mar de detritus. La joven que se alimenta de las ratas que su marido ha llevado a casa tras una larga jornada de trabajo que no se cobra.
Nos entregamos a un amor que se entiende como sacrificio constante, a un déjate de lado para valorar al otro. Un sacrificio que es un dejarse hacer que no tiene por qué ser físicamente violento, pero violenta como el que más. Un dejarse hacer que, por otro lado, no funciona en doble dirección porque no es recíproco. Nos entregamos desde el primer minuto a ese viaje conocido por no tener retorno. Y se sabe, sí, pero hay que hacerlo. Existimos en un plano en el que toda decisión que se toma, toda acción que se ejecuta, ha de responder a la escandalosa dimensión del sacrificio.
* Esther Sánchez González
Soy graduada tanto en Filosofía como en Educación Primaria. Actualmente estoy cursando un Máster Universitario en Filosofía Teórica y Práctica en la UNED, para especializarme en la rama de Lógica, Historia y Filosofía de la Ciencia. No obstante, estoy profundamente comprometida en la lucha por la dignidad y libertad de las mujeres y las niñas. Vivo en Madrid.
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