Una mañana, Alena quiso levantarse y no pudo. Estiró sus extremidades, intentó ladear el cuerpo, que de pronto le resultó enorme, y terminó agotada. Apenas logró agarrar un espejo que reposaba sobre la mesa de luz.
Su piel se había tornado rosada y frágil, con pequeñas grietas y erupciones que le daban un aspecto casi extraterrestre. Las telarañas rojizas se extendían por toda su cabeza.
Cada vez que se despierta, la pesadilla se repite.
¿Acaso no estaba recién con Franco en Viena? Él había enredado sus dedos entre su largo cabello azabache y le había regalado un beso húmedo y dulce.
Alena arruga la nariz.
Esa peste no es la basura quemada en la planta de Hundertwasser. Se inclina levemente y logra divisar por el parquet unos pañales sucios.
Qué asco. La enfermera dice que no le corresponde fregar. Se remite a inyectarle una bomba opiácea una vez al día. ¿Y Franco? Limpia cuando se acuerda. Y se acuerda bastante poco.
Un escarabajo camina entre las telas embarradas de mierda. En otros tiempos, Alena habría pegado un grito. Ahora siente curiosidad por esa criatura que viene a hacerle compañía.
—Qué feo lugar para pasear, amiguito.
El cascarudo agacha su cabeza charolada. Se trata de un escarabajo pelotero. Después de tantos años de enseñar historia, su fisonomía le es familiar. Para los antiguos egipcios era símbolo de la resurrección. Sin embargo, Alena no lo encuentra para nada especial, solo ve a un bicho que busca estiércol para depositar sus huevos.
Con gran esfuerzo, extiende un brazo edematoso y el escarabajo retrocede. Ella saca un pedacito de caca de un pañal y forma pequeñas esferas. Luego se hace la dormida. De reojo, observa cómo el insecto se acerca con cautela y empuja cada bola hacia su guarida bajo la cama.
Alena dejó la clínica hace poco. La doctora admitió que no quedaba mucho más por hacer. La metástasis le había ganado a los químicos y solo se podía esperar.
¿Esperar qué? ¿La muerte, un milagro, una larga agonía? Fue muy fácil despacharla, con la idea de que iba a pasar sus últimos días en la tranquilidad de su hogar.
Su casa estaba mugrienta y desordenada. Apenas llegaron, Franco la arrastró hasta el cuarto de servicio y ahí quedó confinada, como si fuera un trasto viejo que da lástima tirar.
El tiempo se vuelve de chicle hasta la llegada de su marido. Entra con un portazo, tira el saco sobre una silla y abre la heladera. Saca algo para picar, como cada tarde. ¿Pero esos taconeos? ¿Quién cuchichea? Unas risas cómplices se clavan como mil alfileres en su corazón. Los murmullos se trasladan a la cama matrimonial.
Quizá ya esté muerta.
Deja que broten las lágrimas.
Ya a la noche, Franco aparece cabizbajo en su habitación. Recoge la basura, desinfecta el piso y le deja un nuevo termo con sopa en la mesita de luz.
—¿Querés que te bañe?
Alena agradece con sus labios resecos. Su esposo la toma en brazos, la desnuda con delicadeza y la ayuda a meterse en el agua tibia. El contacto con sus manos cálidas la estremecen, pero sabe que hasta ahí llega la intimidad.
Sus ojos sin pestañas ni cejas suplican por un abrazo. Extraña dormir con él, tantearlo y recordar que es suyo. Sin embargo, Franco no desea a esa chancha pelada con olor a hospital.
—¿Vos necesitás estar con alguien?
—Trabajo como una bestia, ¿pensás que me quedan ganas?
—Es que me pareció…
—Las drogas te hacen mal.
Alena no responde. Franco la enjabona y le cepilla la espalda. Ella intenta ser feliz con estos pequeños momentos, pero le cuesta. La mentira duele más que la traición.
El perro que ladra. La canilla que gotea. El camión de la basura. El chillido de los murciélagos. Sus oídos se afinan más y más en la madrugada. Quiere dormir, dormir para no despertar. Se siente un estorbo. No se reconoce en esa bola inflamada de corticoides y hormonas.
La tristeza de Alena es infinita, azul, espiralada. Baja del cielo, atraviesa su pecho mutilado y se pierde en la tierra. Esa tierra que se confundirá con sus células para siempre.
Le da miedo pensar en lo que vendrá. ¿Adónde irán sus pensamientos cuando ya no esté? ¿Alguien la recordará? ¿Franco le llevará flores al cementerio o cremará su cuerpo y arrojará las cenizas al inodoro?
Se siente tan sola que hasta extraña la presencia del escarabajo pelotero. Al parecer, ni los bichos la quieren.
En un momento, el cansancio le gana. Primero visualiza los trailers de sus posibles sueños. Después, elige lo que le gusta. Como si fueran películas on demand.
Un cuerpo sano. Esa familia numerosa que no logró formar. Una segunda luna de miel. Una vida larga y feliz. Bien. Vuelve a entrarle la ropa. Ya no se asusta frente al espejo. Va a trabajar, hace las compras, cocina rico. Tiene orgasmos. Planifica vacaciones.
Alena se queda sin aire y se despierta agitada. Ve todo oscuro, se sacude, intenta zafarse de ese peso que la sofoca. Tantea unos brazos peludos, los araña. Y la presión cesa.
Franco intentó ahogarla con la almohada.
Asustado de sí mismo, repta hasta un rincón y oculta la cara entre sus manos. Ella lo vigila con desconfianza. Él no cambia la postura, recién se levanta cuando suena el despertador.
Ningún calmante puede contra la angustia de Alena. No se siente segura en su propia cama. Quisiera correr en busca de ayuda, pero está demasiado débil.
Las horas transcurren lentas y pegajosas. Ya entrada la noche, escucha el portazo de su marido y se esconde bajo la sábana. Sin embargo, nadie se acerca a su dormitorio. Hay carcajadas. Taconeos. Descorchan una botella. Alguien pone cumbia. ¿Bailan? Pieles que chocan. Gemidos. La intrusa ya es la reina de la casa.
Los rasgos de Alena se desdibujan. Sus dedos se crispan. No hay más boca. No hay más nariz. No hay más ojos. El odio se apoderó de su cara.
Por debajo de la cama surge un ejército de escarabajos peloteros. Papá cascarudo los guía hasta el cuerpo de Alena y tironean de sus brazos hasta que logra levantarse.
Los bichos la ayudan a caminar. Llega a la sala. Franco y la enfermera roncan desnudos sobre la alfombra. Ella se desploma en el sofá y los observa en silencio. Le agarran náuseas.
Un grupo de bichos baila en el aire hasta que se posa sobre la estufa apagada. Ya ni la usan, funciona mal. ¿O no tan mal? Agarra el vino recién abierto y hace fondo blanco.
Abre la llave de gas. Que se pudra todo.
El aire se torna pesado. Alena se marea y una avalancha de escarabajos la cubre por completo. Los insectos forman un torbellino y luego caen como una lluvia plateada.
La chancha pelada desapareció.
Alena está perdida en un camisón gigante. Comprueba su imagen frente a un espejo y se emociona: volvió a tener pechos, su piel parece de porcelana y el cabello le llega a la cintura.
Lanza un último vistazo sobre los cuerpos de Franco y la enfermera. Qué mal gusto con su amante, al menos la hubiera engañado con una más linda.
Regresa hasta el sofá y se recuesta con elegancia. Se siente liviana, bella, radiante. No necesita a nadie más. Prende un cigarrillo y sonríe.
Acaba de amanecer.
* Paula Castiglioni nació en Buenos Aires en 1984. Trabaja como productora y guionista en programas de investigación que se centran en temas policiales y sociales. “Pistoleros”, su primera novela, obtuvo el 17º Premio Internacional de Narrativa “Ignacio Manuel Altamirano”, otorgado por la Universidad Autónoma del Estado de México.
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