Nací hembra. Desde este cuerpo he podido sentir el mundo. Y sentirme en él. Pensar el mundo. Y pensarme en él. Gestar nueva vida. Simbólica y de carne. Escribir. Parir. Amamantar. La hembridad me viene bien. Lo problemático ha sido ser “mujer”.
Una mujer debe aspirar a la belleza. Y para ser bella hay que mirar estrellas. No basta con lo que el cuerpo es. Hay que esculpirlo. Adaptarlo. Cultivar y exhibir algunas partes. Ocultar otras. Celutitis. Arrugas. Rollos. Canas. Pelos corporales. Estos últimos deben ser eliminados. Idealmente, de raíz.
Puede parecer absurdo que alguien desgaste emociones y pensamientos por ellos. Son pelos. Nada más. Pero mirado desde el interior de una comunidad -en mi caso hablo de Chile- en que el tabú de los pelos femeninos tiene fuerza y vigor, los vellos corporales pueden generar verdaderos conflictos.
El problema no son los pelos en sí, sino la exigencia que hay detrás. El deber impuesto de cambiar el propio cuerpo significa que éste, en su estado natural, no es suficiente. Hay que corregirlo. Y como se vive con el cuerpo (¿hay alguna otra manera de vivir?), esa insuficiencia se lleva a todos lados. Se vuelve omnipresente. Pero incluso más: como en la intimidad del espejo siempre está el cuerpo, esa incorrección se torna, además, íntima. Propia. Autonegadora.
Padecí las contradicciones de esa autonegación cuando tenía 15. El tabú de los pelos había entrado a tal punto en mis ojos, que cuando veía mis piernas o axilas peludas, o las de mis amigas, consideraba que se veía “muy feo”. Pero no tenía el mismo juicio cuando miraba las piernas de los hombres. Sus pelos eran “normales”. Si yo hubiera podido mirar un montón de piernas peludas sin saber si pertenecían a un hombre o a una mujer, no habría podido juzgar si se veían “feas” o “normales”. Mi juicio no era estético, sino valórico. No era que los pelos se vieran feos, sino que las mujeres no debían llevar pelos.
Yo, en tanto mujer, no debía llevar pelos. Pero cada vez que me sometía a la sesión de depilación periódica, sentía que había algo de violencia en ese acto. Una violencia autoinflingida –porque era yo quien pagaba por el servicio depilatorio-, pero justificada con la bandera de las exigencias del mundo. Esa bandera que, tanto al salir a la calle como al mirar mi reflejo, me exigía más a mí que a mis hermanos.
No estoy exagerando. Las publicaciones en internet o en las redes sociales de mujeres sin depilar generan controversia. Un ejemplo: en la campaña publicitaria “Adidas, Superstar otoño-invierno 2017”, la modelo Arvida Byström apareció con sus piernas peludas y recibió mensajes de odio e incluso amenazas de violación [1]. Los pelos en las mujeres son feos. Poco higiénicos. Inapropiados. Y es ridículo que estas mujeres hagan de los pelos una militancia. Ese es el tenor de las críticas.
Pero el motor de esa militancia es recuperar el propio cuerpo. Nada menos. Es poder habitarlo con libertad. La dimensión interna de esa lucha es quizá la más desafiante. Esa que se lleva sin público. Sin fotos. Sin redes. Solo un cuerpo en su estado natural frente a la propia mirada.
Hay un umbral dimensional en el espejo. Cuando se atraviesa, todo cambia.
La eventual decisión de depilarse pasa a ser tan libre como la de hacerse un tatuaje. O ponerse un pañuelo. O vestirse de rojo. Se abre un espacio para jugar. Un espacio de auto aceptación en donde caben mil formas de belleza. Cuando eso ocurre, los pelos pierden su carga valórica. Retornan a su insignificancia. Vuelven, en fin, a ser lo que naturalmente son: nada más que delgados filamentos cilíndricos que penden de nuestra piel mamífera.
* Paloma Valenzuela Berríos. Escritora y abogada chilena. Publicaciones: “Tigresas Ardientes” (2018, Editorial Primeros Pasos); “Santiago al Abordaje, los Brujos y un Gran Viaje” (2016, Editorial OchoLibros); y “La ciudadanía también es mía” (2014, Editorial Pehuén).
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