El azul del cielo en estos últimos días de febrero poco a poco va tornándose en un rosa violáceo -es mi hora mágica-. Una sirena formada de nubes, con su cola desfigurándose lentamente; su cabellera crece, desenhebrándose y convirtiéndose en ondas blancas transitando por diferentes figuras. Puedo ver aparecer la luna, brillante, en relación con la claridad que aún persiste, resistiéndose a abandonar la escena. El volcán juguetea con las nubes, se esconde tras ellas, cual velo translúcido. Todo cambia, incesante… a un ritmo imperceptible, el movimiento de las nubes y las luces se acompasa con mis pensamientos y emociones, configurando una danza de formas colores, ideas, recuerdos y sensaciones corporales. Son casi las 20:30 de la tarde y un colibrí baila alrededor del chilco que se interpone entre mí y el volcán al cual miro desde un monte de la Araucanía. Una lágrima brota junto a una danza de palabras en mi mente; belleza, paz, dignidad, vergüenza, rabia, injusticia, traición, perdón… perdón, ¡PERDÓN! queda resonando en mi corazón mientras todo sigue fluyendo, inclusive los colores del atardecer.
Comienza a anochecer y emergen en mi mente imágenes, recuerdos, vivencias que me susurran más intensamente la palabra perdón. “Perdonar a otros, ser perdonada, perdonarme”. He leído y escuchado que perdonar es saludable, que está asociado a la reducción del estrés y la ira, e incluso que influiría en la reducción de los niveles de colesterol. También he reflexionado sobre cómo el perdonar me haría libre, al salir de la jaula del resentimiento, la rabia y la posición de víctima. Por otra parte, también sé que hay personas que se sienten violentadas cuando alguien les ha sugerido “tienes que perdonar”, sobre todo cuando esto sucede en espacios íntimos e incluso en relaciones de terapia. Aquí me pregunto, ¿cuál es la medida justa?
Me enseñaron que el amor todo lo puede, que el amor mueve montañas, “Si yo no tengo amor yo nada soy Señor… el amor disculpa todo, el amor es caridad”, aprendí a cantar en la misa cuando niña. Esta misma canción se repetía en la catequesis, y en mi colegio en una pequeña ciudad del centro sur de Chile. Recuerdo lo feliz y en paz que me sentía cantándola; ahora ya no soy religiosa y tampoco estoy tan segura –ni tan feliz- de lo declarado por la canción. Pareciera que los efectos de haber mordido la manzana del paraíso son una herencia que se expresa cuando se comienza a ser adolescente y no se detiene más. ¿Dónde quedan los límites frente a las traiciones, los abusos, las desconsideraciones?; si se perdona ¿se vuelve a fojas cero en una relación?, ¿dónde se va el dolor?; ¿para perdonar, es preciso que ese perdón sea solicitado? Pareciera que un alma compasiva no necesita esperar que esta solicitud aparezca, pero ¿qué pasa si no me siento capaz de perdonar?, ¿qué ocurre si me duele?, ¿qué ocurre si yo intento perdonar y a quienes pretendo perdonar no evidencian una pizca de arrepentimiento de haberme dañado, más aún creen estar en lo correcto?
No es fácil el perdón, creo…, ¿cómo se perdona sin reparar el daño generado? Mi herencia cristiana me dice que debo perdonar, quiero, me esfuerzo, y perdono, una y otra vez. Sin embargo, me pregunto, será que perdonar perpetúa el abuso, ese abuso constante e incesante que normalizamos en esta sociedad cristiana, patriarcal, ¿qué es lo correcto?, me pregunto mientras observo las copas de los árboles que se balancean sobre mí mostrándome lo inmenso y frágil que es todo. ¿Podrán perdonarme los árboles y los pájaros que yo perturbe con mis pensamientos su entorno? Una brisa inesperada oxigena mis pensamientos, soplándome que existen diferentes formas de entender el perdón. Me tranquiliza la idea de perdonar como un proceso, que puede visitarse de a poco -a pequeñas dosis- sin tener que quedarse en él absolutamente.
Conversando con mi amiga Cecilia [1] -me encanta conversar con ella- me dice que a las mujeres se nos ha vedado la expresión de rabia, por lo tanto, expresarla y conectarse con ella, es revolucionario, ya que implica darse permiso para que esas emociones, prohibitivas para las mujeres, afloren. El sentir rabia, se constituye entonces en el paso necesario para reconocer el haber sido dañada y tener derecho a la reivindicación para luego perdonar. Como siempre, Cecilia, me abre una nueva perspectiva y me gusta esta idea de entender la rabia y el perdón como parte de un continuo. Mis pensamientos y emociones danzan ahora, ¿cómo podemos las mujeres ayudarnos a liberarnos del dolor de estar atrapadas en una situación victimizante?, ¿qué hacer con la rabia que a veces nos quema y moviliza?, ¿cómo avanzar en el perdón, sin sentir que se transgrede nuestra dignidad? Recuerdo a Chimamanda Ngozi Adichie, quien en su discurso “We should all be feminists” [Todos deberíamos ser feministas] afirma que la ira tiene una larga historia trayendo cambios positivos, y claro que sí, porque los derechos de las mujeres no se han conseguido sin luchas. Al ver esto vuelvo a la idea que la rabia o la ira sirven para poner límites y poner límites es compasivo y también auto compasivo. Así, poco a poco, voy entendiendo que perdonar no es lo mismo que reconciliarse. La reconciliación requiere que quien haya ofendido solicite el perdón. En contraste, hablar de perdón implica sanar las propias heridas. Desmond Tutu dice que el perdón reconoce y nombra el daño, lo integra en la biografía, por ello a veces la reconciliación no se logra, porque no se ha nombrado la ofensa, es decir no se ha reconocido el error. Creo importante destacar esta perspectiva de diferenciar el perdón de la reconciliación. Entender el perdón como un acto propio, de autosanación, para liberarse de la cárcel de odio y resentimiento. Esto no implica reconciliarse con quién no asume sus culpas, tampoco quiere decir aceptar las injusticias.
Un suspiro de alivio me invade y veo que el perdón entonces podría ser un proceso, más que un acto definitivo. El perdón puede ser un acto “egoísta”, siendo beneficioso para quien perdona, y también puede ser un proceso. Es decir, no es necesario traspasar la puerta del perdón y pasar irremediablemente a otro estadio irreversible. Pareciera que es posible “visitar el perdón” gradualmente. Esta idea me agrada, trae calma, ya que a veces me alivia perdonar, pero no quiero quedarme en ese estado definitivo, sintiendo que la impunidad y la injusticia reinan. Puedo visitar el perdón y también puedo volver a un estado de no perdón -qué aliviadora se torna esta idea.
Y el crepúsculo de marzo tiene su propio aroma, en estos días visitando la propia vulnerabilidad del dolor en el cuerpo, dando pequeños pasitos en mi jardín, refuerzo esta idea de visitar algunos estados para ir cultivándolos poco a poco, nada es tan definitivo, todo fluye, todo pasa, todo gira… así como cada persona tiene a alguien a quien podría perdonar, claramente, yo también puedo ser aquella persona difícil de perdonar para alguien más, o inclusive para mí. En un mundo de subjetividades y relaciones complejas, no es posible nunca dañar a nadie, por lo que siento ha llegado el momento de pedir y pedirme perdón.
Me alivia pensar y sentir que visitar el perdón no me obliga a la reconciliación, que el amor implica poner límites que incluyan el respeto. Aunque a veces, en situaciones de daño intrafamiliar, más sagrado que las familias, son los vínculos que se tejen con cuidado y amor, aunque no impliquen un lazo sanguíneo. Igualmente, creo que es posible visitar el perdón, pero esta visita, no obliga a reconciliarse con quien ha dañado. Más bien, creo que es posible buscar paz para el propio corazón, lo que entrega libertad para cortar vínculos biológicos, cuando estos son dañinos. Es por eso, para perdonar, primero es necesario sentir la necesidad de liberarse del dolor que implica albergar la rabia de la injusticia experimentada. Además, tal como nos sugiere Deborah Lee, es necesario visibilizar que cuando hemos sido dañados por situaciones traumáticas, los derechos humanos han sido violados, y que el sufrir ese horror no es culpa de la persona afectada; así como también una mente traumatizada tiende a tomar opciones traumatizadas, por lo que no se trata de perdonar o no perdonar.
Finalmente, creo que cada persona es libre para elegir el momento de perdonar y perdonarse, e incluso a veces, el no perdonar.
[1] María Cecilia Barrientos Urra, Psicóloga especialista en terapia de familias y pareja, especialista en temas de género y discapacidad.
* Lorena Gacitúa Cortez. Psicóloga, Máster en Salud Mental Infanto Juvenil (University College London), Diplomada en Estudios de Género y Sociedad, Diplomada en Psicología Forense, Diplomada en Psicología Positiva, actualmente profundizando en la terapia centrada en la compasión con base en mindfulness (CFT).
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