Mi fallecido abuelo materno gustaba de tocar a las niñas. Lo que hoy llamaríamos en buen castellano, un pedocriminal. Lamentablemente no era ni es el único: (1 de cada 5 niños y niñas es víctima de violencia sexual en Europa). Sus zarpazos no llegaron hasta mí, afortunadamente. Supe de su criminal inclinación a mis 34 años, mi abuela apenas supo, me llamó a Francia para decirme: quiero contarte algo, para que no digas después que nadie te dijo. Un gesto a todas luces difícil, lo que da cuenta de la nobleza transparente de su alma. (Por supuesto todos quienes necesitaron apoyo lo obtuvieron, de parte de todos los sorprendidos con la noticia). Yo adoraba a mi abuela, lástima que un día haya que irse. Ella partió un día 3 de agosto al amanecer, hace 5 años. Yo sostenía su mano tibia en un hospital en Viladecans, Barcelona. Luego de 4 días y noches sentada a su lado, mientras ella se despedía de esta tierra y de sus alegres días. Un poco antes de dejar de respirar me dijo que escuchaba un minueto, y luego me preguntó si yo era un ángel que venía a buscarla, atisbos mágicos hasta el final (imagino que la morfina agregó lo suyo). Qué impresionante mujer que era. Estar con ella era un placer exquisito, ese humor negro que todo lo rozaba, irónica, llegamos una vez a caernos al suelo de la risa, en un restaurant de tango en Buenos Aires, en que el anfitrión se puso a cantar y entremedio dar peroratas y saludar a la concurrencia, un espectáculo rarísimo, que nadie parecía encontrar divertido, sólo nosotras. Mi mamá nos rogaba que disimuláramos, pero el asunto era grotesco, demasiado hilarante como para pasarlo por alto. Nos escondimos debajo de la mesa, fue el último recurso.
Mi abuela quería estudiar derecho, lo que no pudo hacer porque en su tiempo esas cosas no se hacían. Lástima. Digámoslo bien, se hacían, pero no para las mujeres, o no todas, o no siempre, o nunca. El asunto es que no pudo cumplir su sueño. Habría sido una abogada fantástica, no hay dudas, como todo lo que hacía, siempre con inteligencia y bondad. Yo quise estudiar derecho y esas cosas a esas alturas ya se hacían, o al menos yo sí pude hacerlo. Tampoco era algo que todas las mujeres que querían hacerlo podían, como tampoco pueden ahora. Entré a esa facultad de derecho porque quería luchar por la justicia (hubo años en que consideré algo ingenuo el impulso inicial, pero ya no). Quería específicamente defender los derechos humanos. Ya estando en la universidad se inscribió de manera fija en mi cabeza la idea de defender los derechos de los niños y niñas, entrar a UNICEF, hacer lo más posible por esta causa. Es fantástico como la motivación por las decisiones y caminos que tomamos tienen a veces su destino escrito y su fuerza secreta en situaciones que no conocemos a veces conscientemente. Pero ahí están. Se me ocurre ahora que las vibraciones de los lugares, las familias, las historias, están en nosotros, nos van moldeando aunque no podamos reconocerlo directamente. Somos los silencios de nuestros antepasados. Las acciones de nuestros entornos, aun escondidas. La percepción que como esponja curiosa absorbe, para bien y para mal, lo que se respira, lo que se intuye, percibe, lo incomprensible, la fuerza críptica y lo desaparecido, lo difuso, lo muerto, y la esencia de la vida y el amor definitivo. Todo eso nos llega en forma de intuición y destino.
En el espacio sagrado de la escritura, al igual que en la vida, se encuentran las historias, se iluminan entre ellas y adquieren sentido. Me doy cuenta ahora que el germen del feminismo estaba ya en mí, por mi madre y mi abuela, ambas siempre autónomas, trabajadoras, auténticas y libres, siempre luchando por sus compromisos con la verdad. Somos también las voces de nuestros antepasados. Lo que sí dijeron. Lo que dicen. En los espacios de intimidad está la fuerza, como las cinco integrantes de la familia March junto a la chimenea encendida en la casa de Mujercitas de Louisa May Alcott, como el calor humano del que habla Christine & The Queens, o como la frase del armario de El cuento de la criada de Margaret Atwood, la protagonista expresa: Me gusta reflexionar sobre este mensaje. Me gusta pensar que me comunico con ella, con esta mujer desconocida. Porque es desconocida; y, si es conocida, nunca me la mencionaron. Me gusta saber que su mensaje tabú ha logrado perdurar al menos para que lo viera otra persona y que, aunque escondido en la pared de mi armario, yo abrí la puerta y lo leí. A veces repito las palabras para mis adentros. Me proporcionan un pequeño gozo. Cuando imagino a la mujer que las escribió, pienso que tiene aproximadamente mi edad, quizá un poco más joven. La identifico con mi amiga, tal como era ella cuando iba a la universidad y ocupaba la habitación contigua a la mía: ocurrente, vivaz, atlética, montada en una bicicleta y con una mochila a la espalda, lista para salir de excusión. Pecosa, creo; irreverente e ingeniosa.
Estamos siempre entre historias, entre palabras, desde que comencé a conocer a mujeres feministas, más explícitamente feministas quiero decir, muchas de las cuales puedo hoy llamar amigas, vivo entre nuevas historias que me ilustran, me acompañan, me iluminan. Lo mejor del feminismo es que es un lugar para quedarse, para estar, para entender, un lugar para compartir. Vivimos en los espacios en blanco de los bordes. Nos da más libertad. Vivimos en los espacios entre las historias, como dijo Margaret Atwood. Quise un día luchar por la justicia, pero obtuve mucho más. Eso es la literatura que hace su parte. El activismo es, en definitiva, un espacio de amor, igual que la literatura. Y el feminismo se nutre de todo esto, y crea sus historias, entrelazadas. Una revista feminista es un conjunto de historias entrelazadas. De voces y de silencios. Quizá por romperse, o no. Un conjunto de márgenes, de espacios en los bordes, de historias entre los espacios. Probablemente buscaba algo, como todo el mundo, algo que se mostraba muy tímidamente en las organizaciones, y sí encontré de manera muy nítida en el activismo. Así como también lo encontré en la literatura. Ahí están las historias. Ahí me despedí de mi abuelo, ahí volví a encontrarme con mi abuela, ahí me encuentro con mi madre, con mis amigas, con las mujeres que me rodean, con los hombres que me rodean, que al final es lo mismo. Las historias las tenemos todos. Estamos compuestos por ellas. Evidentemente, he aprendido de mis padres, de mis hermanos, de todos quienes me rodean. Quien piense que el feminismo excluye a los hombres, puede saber lo siguiente: no es cierto. Mejor ver lo que hay: historias unidas entre los espacios para todos y todas. El feminismo no quiere excluir a nadie, faltaría más, quiere incluir. Quiere asimismo poner más atención simplemente en los distintos componentes que crean una cierta historia. Quiere acercarse más a los protagonistas. Quiere que todos y todas pueden ser protagonistas. Porque a veces, por combinaciones de circunstancias aleatorias, nos condenan a ser personajes secundarios de nuestras propias películas. A veces te relegan a ese rol. ¡Qué aburrido e injusto! Trabajaste tanto en tu papel. Apenas quedaste contratado para estar en un rincón en una mesa de extra. Entonces el feminismo toma todas esas voces y esos silencios que determinaron tu genealogía y los convierte en creatividad al identificarlos. La noción de privilegio es muy importante a tener en cuenta, y también la noción de responsabilidad. Reconocerlas, actuar, decir, reparar, solidarizar. Tuve suerte, no me tocaron cuando era niña –en un sentido sin afecto-, pero 1 de cada 5 niños y niñas, son muchos de los niños que cruzamos por la calle cada día. También somos eso, también nos tocaron, porque estamos compuestos de nuestras propias historias, pero que están construidas codo a codo con las de los demás. En los espacios sagrados de intimidad, también tenemos que dar cuenta. Dejar de lado a veces las historias, y ver la no-ficción, que viene a buscarnos, como el ángel que tal vez nos espera para llevarnos en el momento de la muerte. El feminismo es la ficción, y la no-ficción, esperándote en el escritorio, cuando cierras la puerta, esquivando la conciencia de tu propia extinción que se avecina. Como dijo Simone de Beauvoir, el escándalo de su futuro aniquilamiento. A la memoria de mis abuelos, hablo, los cuatro ya instalados en el oriente eterno, no los voy a perdonar a todos, agradeceré a algunos –a tres-, pero sobre todo, no olvido de dónde vengo, ni a dónde voy, y quizá se pueda cambiar (los espacios en) la historia.
* Andrea Balart-Perrier es escritora y abogada de derechos humanos. Activista feminista, cofundadora, codirectora y editora de Simone // Revista / Revue / Journal, y traductora (fr-eng-esp). Nació en Santiago de Chile y vive en Lyon, Francia.
Mucho sentido da vivir en los espacios entre las historias para desde allí reconocer, aceptar, luchar, según íntimas convicciones por lo que creemos justo y ético, en ese derrotero efectivamente las historias se entrelazan sinuosamente como raíces de un árbol, podemos deconstruir o construir historias desde nuestro ser y quehacer y, entonces, el feminismo surge potente como espacio de reflexión, creación y solidaridad en la que están todos y todas invitados a soñar y crear.
ResponderEliminarEn esto de las historias entrelazadas ... leía y llegaba a mí el sonido de la ópera, el olor del puchero español, la paella, la crema catalana, y la presencia nítida de esa mujer, que era tu abuela, visionaria para sus años, de ideas claras y aventajada, entre ola y ola de Isla Negra nos trae su presencia una y otra vez, seguramente feliz y orgullosa del camino que estás andando, de los silencios que haces hablar, de los velos que corres y del valioso espacio que construyes con Simone: un ejemplo a seguir.
Comentario de lo anteriormente publicado con afecto invariable, Sandra
ResponderEliminar