Lo peor creo, de ser mujer, es tener útero. Así es como lo he vivido yo. No estoy hablando de sangrar todos los meses. Uno termina, por supuesto, por acostumbrarse. Inventaron maneras de lidiar con eso de forma bastante simple. Lo que todavía no se ha inventado es la posibilidad de tener útero y no ser bombardeada la mitad de tu vida con la posibilidad de rellenarlo. Si ese destino te acomoda, fantástico, vas con la corriente del río, nadie intenta detenerte. Si tu destino, por el contrario, es crear libros, es tan molesto como una pantalla con publicidad: ruido.
En vez de concentrarte en lo que quieres decir, tienes que atender a los escaparates porque el ruido te sobresalta y te interrumpe. En cambio los libros que proyectas suscitan menos interés, y ese programa parece que no lo miran. Todavía no entiendo por qué. ¿El hecho de tener ese órgano en tu cuerpo, acaso, implica que tu cerebro es menos relevante? ¿Significa que sí o sí tienes que utilizarlo para poblar al planeta sobrepoblado? También tengo piernas, pero no me entrené para ir a las olimpíadas. Y sin embargo nadie me ha preguntado por qué no lo hice.
Tuve un día la ocurrencia de casarme. La fiesta fue maravillosa. Lo mismo la luna de miel. A continuación, sucedió un fenómeno extraño: perdí sustancia y todo se volvió transparente, salvo un hecho innegable: tenía un útero dentro de mi cuerpo. Mi marido comenzó a dirigirse directamente hacia él, y mi cara perdió forma. No había manera de zafar de aquel hecho incontestable: si tienes un útero, sirve para algo y esa realidad no se puede evadir. El ruido es tan fuerte, ensordecedor incluso después de comprometerte con alguien, que acaba por adherirse a ti.
Sucede lo peor que puede acontecer: por un instante te preguntas si ese escenario sería algo deseable. Pero las respuestas ya las tienes. Siempre las has tenido. Lo que te interesa está en tu cerebro, y sigue ahí. Cubres tus oídos para no oír las pantallas encendidas, le haces ver a tu marido que la temática te queda grande y lo que hay en ti son libros, y nunca te has planteado la posibilidad de hacer alguna otra cosa que no sea eso. El ruido crece y crece, no hay cómo escapar. Años después agradeces que tu cuerpo haya estado alineado con tu cerebro lleno de libros y se haya negado a engendrar cualquier otra cosa. El alivio es sideral. Le muestras a tu marido todos esos libros que él intentó dejar tras la puerta, los tomas y te vas. No había manera de ocultarlos. El destino de una escritora es incluso más fuerte que el ruido. Es de vida o muerte. O te vas o morirás, crees. ¡Además morir sin libros! no hay destino más trágico que los libros por escribirse que se esfuman.
Muy lejos ya, de todo eso, llega un nuevo momento también muy incómodo: el ruido se dispara cuando tu edad implica que tu órgano puede volverse ineficaz para su función. Y eso, combinado con que estás apasionadamente enamorada de tu nuevo marido, hace que vuelva a suceder el peor escenario: te preguntas si esas decisiones que esculpiste en la piedra tienen todavía esa calidad de inmóviles. El clamor tiene que ser muy fuerte para considerar que una piedra pueda volverse flexible. Así de invasivo es el patriarcado. Te entra por todos los poros, y lo único que quieres es escribir tranquila en tu cuarto propio. Y viajar, ir a conciertos, al cine, a tomar café, con tu marido, con amigas, o sola.
Ante la inminencia de la supuesta fatalidad de que el órgano indeseado pierda su productividad, consideras algo insólito: ¡guardar unas pequeñas muestras que custodiadas bajo cero podrían aún un día crear un hijo que en realidad no quieres! Primero te envían a investigar si los canales que conducen esas pequeñas muestras de tu cuerpo hasta el útero están abiertos o cerrados. Un examen en el que te inyectan un extraño líquido con una pistola por la vagina y en una pantalla se ve si la sustancia tiene a bien avanzar o no: pocas veces has sentido un dolor así. Tanto así que cuando horas después estás en tu casa y la anestesia decide acabarse, te baja la presión a cero, todo se detiene y terminas internada en urgencia. El mensaje está claro: tu cuerpo no quiere ni puede cumplir ese destino impuesto.
Pero aún hay más. Como si no fuera suficiente, porque no vaya a ser que después quieras, algo que nunca has querido, accedes al extrañísimo procedimiento, llenar tu cuerpo de hormonas para luego dejar detenidas en un armario de hielo esas muestras de tu cuerpo esperando nada. Al segundo día de tan singular procedimiento, despiertas deforme, convertida en un gigante egoísta cíclope que no puede levantarse de la cama. Tienes un ataque de nervios y dado lo evidente, decides, por fin, por fin: dejar de lado de una buena vez y para siempre todo el ruido que te han infligido y te infligiste por equivocación y dedicarte a rellenar en cambio, sin culpas y sin dolor, lo único que siempre has querido rellenar: páginas.
No hay mayor alegría para la escritora que aquel momento en que el ruido se apaga. Y cierras la puerta. Te preparas un té. Y todas las ideas brotan. Como helechos desesperados, invadiéndolo todo. Y las orquestas silenciosas urden estrategias en tu alma. Maniobras subversivas compuestas de peces que nadan en el agua. El ruido se transforma en música. Y esa melodía a continuación se convierte en palabras, en ritmos sincopados y complicadas partituras para modificar el viento y la corriente.
De algo estoy segura, no me he rendido ni me he resignado, afortunadamente, a la propuesta ajena: Mi destino es la literatura y es incompatible con cualquier otro. Como dijo Simone de Beauvoir: ningún fantasma afectivo me incitaba a la maternidad. No me parecía compatible con el camino en el cual me internaba: sabía que para ser escritora tenía necesidad de mucho tiempo y de una gran libertad. No me molestaba jugar a la dificultad; pero no se trataba de un juego: el valor, el sentido mismo de mi vida, se encontraba sobre el tapete. Para arriesgarme a comprometerlos hubiera sido necesario que un niño representara para mí una realización tan esencial como una obra: no era el caso. […] Por la literatura, pensaba, se justifica al mundo creándolo de nuevo en la pureza de lo imaginario y al mismo tiempo uno salva su propia existencia; parir es aumentar en vano el número de seres que están sobre esta tierra sin justificación. […] Mi vocación no soportaba trabas y me retenía ante cualquier proyecto que le fuera extraño. Así mi empresa me imponía una actitud que ninguno de mis impulsos contrariaba y sobre la cual nunca sentí la tentación de volver atrás. No he tenido la impresión de rechazar la maternidad; no era mi destino; al quedar sin hijos, cumplía mi condición natural.
No pienso seguido en esto, pero cuando lo recuerdo, agradezco sinceramente que nunca se materializó la delirante idea de coartar a la literatura, con otros menesteres. Agradezco a cada uno de mis óvulos que no quiso encontrarse con ningún espermatozoide y dar rienda suelta a una condición que no era la mía. A cada pequeña píldora que se interpuso en el camino de ese encuentro, por años. Cada momento de recordar este pequeño gesto que no sucedió es una celebración. Un reconocimiento al azar benevolente y alineado con las obras por existir. Siempre que estoy frente a la hoja vacía, y la voy rellenando, siento que todo lo que he hecho ha tenido sentido. Hasta lo más difícil. Y sueño, y trabajo, porque a las escritoras del mañana les sea más fácil, y se vean enfrentadas a menos ruido causado por el azar de haber nacido con un útero. ¡Viva la libertad y la literatura! ABAJO EL PATRIARCADO.
* Andrea Balart-Perrier es escritora y abogada de derechos humanos. Activista feminista, cofundadora, codirectora y editora de Simone // Revista / Revue / Journal, y traductora (fr-eng-esp). Nació en Santiago de Chile y vive en Lyon, Francia.
Si hay algo que admiro profundamente en las mujeres de las nuevas generaciones es la capacidad de decidir sobre sus vidas: sin culpas, sin ataduras, sin remordimientos. Con una firme convicción de que sus vidas les pertenece, toman decisiones que creo que las generaciones pasadas ni siquiera éramos capaz de visualizar. Veo a las generaciones actuales persiguiendo sus pasiones, al comienzo quizás con un poco de miedo, pero este miedo poco a poco deja de agarrotar el alma, hasta que una fortaleza insospechada ocupa su lugar. Como dijo Lou Salome, la vida puede ser abandonada, pero no puede ser vivida sin orgullo, y en algunos casos el orgullo estriba en asumir esa pasión y seguirla.
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