Como toda obra de arte que sabe dialogar con su espacio y contexto, el tercer poemario de Angela Neira, editado esta vez por la editorial española Sabina, plantea más preguntas que respuestas. Preguntas que reparan, a su vez, en los cuestionamientos paralizantes, sobre qué debemos escribir/sobre qué no debemos escribir, que se nos han impuesto desde siempre a las escritoras, y que históricamente han servido como mordazas, formulados desde el desprecio o la desconfianza de la potencia de nuestra voz.
Reconociendo que no basta con reflexionar acerca del lenguaje, sino que es necesario desentrañarlo, observarlo en su raíz, y también en tanto órgano físico que ha sido condicionado, normado, negado, la autora aborda estas interrogantes desde el mismo gesto escritural. Con la lucidez que regala experimentar lo liberadora que puede resultar la decisión de escribir, a pesar de todo. Es que el silencio ya no es un lugar cómodo para nosotras. ya no aceptamos su sobreentendernos en la elipsis, Es decir, ya no nos quedaremos calladas, y si la lengua no sirve, inventaremos otra (pág. 56). Ahora que todo parece estar cambiando vertiginosamente, y los viejos paradigmas están al fin cayendo, este poemario es un llamado a reparar en que existe un canon de palabras “bonitas”, tal como existe un canon de belleza corporal, que nos indica cómo debemos lucir, cómo decir, cómo acercarnos, vincularnos. Por eso ya no resulta sorprendente ver en los medios a los representes más grotescos del patriarcado apropiándose de palabras, “buenas”, tales como justicia, verdad, paz. Palabras, que dichas desde un podio, con entonación segura, se vacían y pierden sentido. Pero sabemos que todo monumento está ligado a una guerra. Y que la guerra, además de ser un negocio, es un lenguaje que en realidad no nos pertenece. Es preciso entonces negar incluso el alfabeto, que nos ha sido enseñado junto al castigo, junto al dictado. Cuestionar también la forma en que se nos ha hecho creer que funciona el tiempo, a través del calendario gregoriano, y reinventar otra secuencia para ordenar los días, en sintonía con nuestros ciclos y estaciones.
Desde la constitución misma de los versos, se nos recuerda que en todas las dictaduras se han intentado prohibir las lenguas originarias, no hegemónicas. Porque intentando homogenizar el uso del lenguaje, quitarle su complejidad, se le resta identidad, anulándose las visiones y cosmogonías particulares y únicas. Y, por el contrario, al interrogarnos, y distanciarnos de los viejos paradigmas, surgen nuevas certezas: Todas las preguntas si son en primera persona yo respondo (pág. 54). De esta manera, al reconocer que la imposición de la lengua se ha hecho domesticando al cuerpo, la búsqueda de nuevas formas de decir se torna un ejercicio orgánico, volviendo la escritura un acto de sanación y salvataje. El ejercicio que propone entonces Angela, a través de un ritmo y una cadencia que al leerse parecen escucharse, es aproximarnos a las palabras desde su performatividad. Porque la hablante sabe que, por más que se use la fuerza, no es posible realmente extirpar la lengua subterránea, la que pulsa otros significados y la que en definitiva, constituye el decir poético. Es así como abriendo el cuerpo como canal, la poeta recupera un lenguaje primero. Y manteniendo la boca abierta, sin articular palabra, ni grito, deja que surja la arcada. Arcada que a su vez permite la purga de los tonos autoritarios. Vaciamiento que se consuma en el poemario, en cada verso, poniendo énfasis en su constitución, concibiendo las papilas gustativas como nuevos sentidos, que permiten percibir otros sabores, que a su vez permiten rearticular una música anterior, original y mutable. Cada poema, funciona así como un conjuro, que permite ver a las palabras de nuevo, en su forma, en su rayadura, en su significante. De esa manera las reapropia, las libera de significados que no nos identifican.
Y a través de este gesto, reivindica el registro autobiográfico, que nos permite recuperar una experiencia común. Abrazar a la niña, que reconoce su distancia con la lengua del padre y la nostalgia de una lengua materna silenciada. Que balbucea para recuperar el habla que se compone de ritmos guturales, énfasis ligados al hambre, la sed, la necesidad de contacto. Donde las frases, no siempre descifrables, están imbricadas con los fluidos. Invitándonos a prestar oído a este pulso caótico, a darle oxígeno y cabida en nuestro decir cotidiano y en nuestra escritura. A reconfigurar una lengua que incorpore entonaciones, léxicos, formas del decir, más allá del logos. A descifrar el silencio, al mismo tiempo que movemos la lengua, haciéndola sonar en un ejercicio poderoso que desmitifica y rebate a figuras consagradas como Neruda: que la lengua se entre/para estar como ausente/no debería ser un clásico (pág. 46). Así esta escritura visceral, se libera de una ortopedia que nos ha dolido y dejado marcas profundas. Como quien deja de usar un corsé, que rigidiza la postura, frenillos que norman la mordida, o plantillas que pautean la pisada. Como quien se sale del dibujo y colorea la página completa. Como quien extirpa el monumento. Y escribe en los muros de la ciudad en llamas, con spray, con luz, con rabia y sin miedo: que sea eliminado/todo concepto/ que toda estatua sea eliminada/que saquemos de raíz la herencia del padre/de raíz (pág. 39).
* Begoña Ugalde. Autora de numerosas obras teatrales. Publicó los poemarios El cielo de los animales (2010, Calle Passy), La virgen de las Antenas (2011 Cuneta), Lunares (2016 Pez Espiral), Poemas sobre mi normalidad (2018 Ril), La Fiesta Vacía (Tege) y el conjunto de cuentos Es lo que hay (2021 Alfaguara).
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